Los marginados de Maupassant
Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre "Mi tío Jules y otros seres marginales", de Guy de Maupassant.
Descubrí a Maupassant en sus cuentos fantásticos. Pero tras leer en 2000 la espléndida selección que acompaña a Mi tío Jules en la queridísima colección El Libro de Bolsillo, de Alianza Editorial, le admiré también por su retrato de aquellos que Esther Benítez -traductora y antóloga del texto-, con tanto acierto, llama "seres marginales".
Eso son a la postre, una colección de marginados de la Belle Époque y algunos de los relatos que inspiraron aparecieron en Gil Blas, esa mítica revista de las postrimerías del París decimonónico, publicación que Vincente Minnelli fue a retratar en Gigi (1958).
Encabezan esta triste nómina las criadas seducidas por señoritos y es retratando sus desdichas donde el autor alcanza su mejor registro. Un hijo es la historia que un académico refiere a un senador a propósito de los bastardos. Este procedimiento de contarnos el relato mediante la exposición que hace de él a sus interlocutores un narrador, frecuentemente el protagonista o un testigo de excepción, es una técnica habitual en Maupassant.
El docto protagonista de Un hijo, siendo un joven, recaló en una posada de Bretaña donde sedujo a una de las muchachas que trabajaban en ella pese a la resistencia inicial de la desdichada. Treinta años después, albergado casualmente en el mismo hospedaje, el académico pregunta por aquella que fuera objeto de su pasión. El posadero le cuenta que murió de parto a los nueve meses de su primera estancia en el establecimiento. En efecto, aquel miserable ser alumbrado por la criada, embrutecido por el abandono en que se crió, a la sazón al cuidado de los establos del lugar, es hijo del académico. Nada que ver con esos vástagos que son el orgullo del intelectual.
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Campanilla toma su título del apodo que se dio a su protagonista, una costurera recordada por quien fuera un niño en la casa donde la infeliz repasó "la ropa una vez por semana". El alias de la mujer era producto de la cojera que padecía, la cual le asemejaba a dicho objeto al caminar. Siendo joven fue seducida por el maestro del pueblo, hallándose Campanilla entregada a él en un pajar, la pareja estaba a punto de ser sorprendida por el director del colegio donde enseñaba él. Estando en juego su empleo y su reputación, el maestro pidió a su amante que saltara al exterior. La muchacha obedeció, yendo a romperse en la caída la pierna de la que renqueó de por vida. Es el médico que la atendió entonces quien, conmovido por la entereza con Campanilla llevó su minusvalía, le cuenta su historia al niño que, al ser mayor, habrá de contársela a sus interlocutores -nosotros en definitiva- cuando la mujer acaba de morir.
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Solteronas son las damas de En una noche de primavera. Su asunto consiste en la tristeza que le produce a su protagonista escuchar unas palabras de amor que a ella nadie le dedicó, el texto menos logrado de los aquí reunidos.
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La reina Hortensia de noticia de un entierro, el de la mujer aludida en el título. Asistimos a su inhumación para comprobar las miserias de sus parientes ante el óbito.
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Miss Harriet fue una inglesa amante de la naturaleza y enamorada del pintor que nos cuenta la historia. Se tiró a un pozo al descubrirle a él besando a una criada de la pensión donde ambos se hospedan.
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No menos desdichada fue La sillera, una reparadora ambulante de asientos de mimbre. Para demostrarnos una vez más las miserias de la burguesía, dejará los ahorros de toda su vida al farmacéutico de cierto pueblo. Su motivo es tan romántico como desatinado: siendo ambos niños, quedó prendada de él al darle su dinero por primera vez.
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El ciego, otra de las cotas de esta encomiable selección, es la triste experiencia de un invidente. Maltratado salvajemente por los aldeanos con los que convive, morirá extraviado en medio de una nevada. Sepultado su cuerpo por el triste regalo del cielo, el cadáver será encontrado con el deshielo. Será cuando se advierta el círculo que los cuervos, que ya han devorado medio cuerpo, forman en el cielo.
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Otro de los minusválidos aquí reunidos es el que inspira El pordiosero. Desgraciado de por vida cuando un carro le pasa por encima de las piernas, a partir de entonces vivirá de la caridad de los aldeanos, quienes, al igual que a la costurera, le apodarán Campana por su renquera.
En cierta ocasión, cansados sus benefactores de socorrerle, el pordiosero, aguijoneado por el hambre, matará una gallina. Cuando se dispone a comerla será sorprendido por los palurdos. Después de haber sido apaleado por estos, le apresarán los guardias. Morirá de hambre en la comisaría.
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Abundado en algunas de las ideas expuestas en El pordiosero se nos presenta El vagabundo. Sin embargo, su protagonista -un trabajador en paro- inspira menos lástima. Los aldeanos a los que pide ayuda se la niegan igual que al protagonista del relato anteriormente citado. Pero, a diferencia de aquél, el vagabundo violará a una muchacha que se encuentra en el camino. La chica le denunciará no por la violación, sino por la leche que le ha hecho derramar al abalanzarse sobre ella. El vagabundo, para satisfacción de los palurdos, será condenado a veinte años de prisión.
Aquí aplaudo con entusiasmo tanto la anécdota como la subversión del concepto del vagabundo -el marginado por antonomasia-, idealizado desde Gorki hasta Chaplin. Convertido por obra y gracia del sentimiento fácil en paradigma del espíritu libre, muy por el contrario -como bien nos cuenta Jean Genet, que vagabundeó largo y tendido antes de entrar en el parnaso de las letras-, por lo común, los vagabundos son tan miserables como aparentan. Asaltan a cuantos pueden y, por sistema, abusan sexualmente de sus compañeros más débiles. Basta leer a Genet.
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La madre de los monstruos es una verdadera obra maestra tanto por la indiscutible originalidad de su asunto como por la brevedad con la que está tratado. Nos habla de una mujer que, habiendo engendrado un hijo atrofiado por esconder el embarazo en que le gestó bajo un poderoso corsé, lo vende a unos feriantes. A raíz de ello, hará fortuna engendrando seres amorfos, a los que expenderá a circos y demás.
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Entre quienes añoran la gloria de su pasado se encuentra el protagonista de Minué. Se trata de un anciano vestido al gusto de una época pretérita, que fuera profesor del baile al que se refiere el título. Ya en el otoño de sus días lo practica en un jardín, cuando él cree que no le ve nadie. Pero lo hace, y con auténtica fascinación, el narrador.
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Julie Romaín es una actriz que fue en sus tiempos una de las mujeres más bellas. Su amor osciló entre un músico y un poeta. Ahora lo evoca todo para un huésped que la visita fascinado por su mansión.
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La máscara vuelve a ser arte mayor. Adaptada por el gran Max Ophüls en La ronda (1950) nos presenta a un infatigable bailarín que cubre su rostro tras una inescrutable máscara. Habiendo sufrido un accidente, un médico se ve obligado a retirar el antifaz descubriendo el rostro de un anciano.
Ya en su casa, la esposa del viejo le cuenta al doctor que antaño, su marido, peluquero de profesión, fue un consumado seductor. Así que ahora, sin poder renunciar al atractivo de las más bellas damas, esconde su rostro para asistir a los bailes en que ellas se dejan ver.
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Mi tío Jules nos cuenta la afición de un hombre a dar propinas. Siendo el narrador un niño, en su casa -hogar burgués aunque de economía precaria- su padre, siempre abrumado por las exigencias de una mayor disponibilidad económica de su madre, esperaba la llegada de Jules, un hermano suyo marchado a América a hacer fortuna.
Queriendo estar a la altura de los derroches que imagina a Jules, durante una pequeña travesía en barco, el padre invitará a ostras a la familia. Al narrador, dada su corta edad, le será negado el placer.
Sin embargo, es el pequeño quien, cuando la familia reconoce en el miserable ostrero al tío Jules y se niega a saludarlo, dará al desdichado tío una elevada propina. He ahí la explicación de la portada del libro, que nos muestra a una ostra con una moneda en su interior.
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Humilde drama es el de una madre que, pese a haber adorado a su hijo, por las circunstancias más normales se ha visto privada de él durante toda su existencia. De alguna manera puede imaginarse en sintonía con Una vida (1883), una de las seis novelas del maestro. También fue en 1883 cuando esta conmovedora pieza vio la luz en Gil Blas.
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Camarero, ¡una caña!, junto con En una noche de primavera la única obra menor de cuantas piezas se reúnen en estas páginas. En ella se da noticia de la justificación de un aristócrata, que se ha abandonado entregándose única y exclusivamente a beber cerveza en una taberna, porque, siendo un niño, presenció cómo su padre daba una paliza a su madre.
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El destino de Boitelle, narrado en el relato del mismo título, es singular pero verosímil en el Occidente decimonónico. Decidió dedicarse a limpiar las cloacas y los sumideros porque su familia le prohibió casarse con la negra que fue su gran amor.
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Finalmente, hay que apuntar que El collar es otra de las grandes cotas de la selección. La gema en cuestión es la que la protagonista, esposa de un funcionario ministerial aunque insatisfecha con su posición, pide prestada a una amiga para asistir a un baile oficial. Habiendo perdido la joya, el matrimonio se verá obligado a comprar otra muy parecida por un precio que sobrepasa con mucho sus posibilidades, lo que les llevará a empeñarse durante diez años. Pagadas al cabo de ese tiempo todas sus deudas, la dueña del collar comentará a nuestra protagonista que la alhaja que ella le dejó era falsa.
Amén de una de las lecturas que más me conmovieron en su tiempo, en Mi tío Jules y otros seres marginales encontré argumentos para pensar que Maupassant tuvo una infancia desdichada, que fue su sincero y absoluto escepticismo lo que le llevó a su dramático final.
Publicado el 22 de septiembre de 2011 a las 13:00.